Me encontraba yo esa mañana amenazante de gota fría, bien temprano para sacarle distancia a la lluvia, intentando después de las vacaciones estivales, recuperar sensaciones que se dice, por una ruta de esas que de tanto entrenar te sabes ya en qué piedra mejor no pisar.
Un entrenamiento de montaña, de los de un día cualquiera, 16 kilómetros desde la puerta de casa, como si fuera yo tan importante para que me hayan traído la montaña tan cerca… pero así es que no tengo excusas, más que 2 kilómetros de asfalto para ir calentando, y enseguida tirar hacia arriba y ver desde allí el ritmo paralizado de la ciudad en la distancia y el mar.
Y allí estaba yo corriendo acechada por atronadores nubarrones, en plena huida del cielo a punto de desplomarse, cual cobarde que se sabe rodeada, transitando a golpe de suela sobre el polvo y empujones por avivar mi paso, cuando el eco de la cantera me trajo con redobles sordos mi respiración entrecortada y me hizo reparar en ese tramo inhóspito de mina a cielo abierto, ese inquietante mordisco en la montaña.
Como los mordiscos del alma, pensé.
Como los socavones que quedan.
Y dejé de huir.
Las primeras gotas, goterones, rebotaban contra las grietas de la tierra endurecida. No le iba a ganar la carrera a la tormenta. Así que dejé de empujar y de bracear y de resoplar. Acoplé mis zancadas a la cadencia del caer de las gotas, y cedí.
Como en el ceder obtuso de nuestras luchas internas. Un ceder obstinado al principio hasta encauzarse y fluir.
Y entonces corrí para quedarme y ser parte, para observar las erosiones del paisaje y observarme a mi erosionada.
He tenido que correr y correr… y sudar kilómetros, y escapar de sitios y de personas, hasta por fin ceder a mí. A las partes fragmentadas de los adentros. Y por fin, recuperar el pulso. ¡Qué ligero mi cuerpo al ceder! Presurización del pecho, vuelve el oxígeno. Cuando te atreves a recorrer los rotos de las piedras, esa parte de ti que es de oquedades, de terreno dinamitado. Te atreves, respiras hondo, y te asomas, y miras en lo más profundo, y ves y acoges lo que ha quedado al descubierto después de tanta voladura, eso de ti que no querías pero es. Y es ahí, en ese cambio de ritmo en el que decides seguir avanzando con todo lo tuyo, y aceptas sin determinismo y te haces grande en la responsabilidad de decidir… que corres como nunca lo habías hecho antes.
Correr feliz para correr mejor. Entrena tu mente.
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