Anoche soñé algo…
Sentí inquietud y en la noche, una serpiente de luz ascendía hacia el cielo. Al momento me encontré envuelta en una oscuridad fría salpicada de pequeñas luciérnagas rojas. Vi una luna enorme iluminando un camino y vi un amanecer recortando el perfil de las montañas. Escuché cantar los gallos y ladrar algún perro, cuando los primeros rayos de sol hicieron aparecer un pueblo en lo más alto de una montaña. Agradecí el calor, la luz y el olor del despertar de los árboles.
Y entonces, fue que apareció ante mí un río de piedras blancas resplandecientes que hablaban un lenguaje extraño y antiguo, como un crepitar, y su eco se extendió por las laderas que nos rodeaban. No entendí lo que decían, solo recuerdo que yo subía y subía alejándome de ellas y el eco pareció perseguirme.
Corrí y corrí huyendo de sus voces, corrí sin llegar nunca, hasta que de pronto una fortaleza apareció ante mi vista, y me refugié en sus murallas. Vi gente que iba y venía, no les conocía y a la vez era como si les conociera. Cruzábamos miradas y nos entendíamos. Vi una mujer que sonreía, y me ofrecía un caldo que humeaba, yo quería quedarme allí con ella, era un lugar tan reconfortante…
Pero delante de mí, escuché voces de peregrinos que me llamaban. Eran un susurro llegado de siglos atrás, que levantaba el polvo del camino y me atraía con fuerza. Caminé y caminé como si buscara una respuesta en mis pasos y así fueron apareciendo prados que se extendían hasta donde nacían las faldas de las montañas.
Olía a pino y romero.
Sentí calor y más tarde de nuevo frío. Resbalé entre piedras sueltas, caí y seguí cayendo. Los árboles me rodearon, crujían las ramas, y bajo mis pies apareció un sendero que giraba sobre sí mismo. Mis pies sintieron el reconfortante mullido de las hojas, se hundieron como en un bálsamo, y empezaron a recorrer las vueltas y más vueltas que subían y bajaban caprichosas, hasta que entre las ramas, vi un resquicio de cielo y escuché campanas.
Me invadió una sensación de no retorno, de finitud y anhelo.
Y luego el tiempo se expandió y se hizo lento.
El espacio se estrechó, ascendía y ahogaba. Me sentí muy cansada. Miré mis pies atravesados por piedras, miré mis manos engrandecidas, todo parecía deformado y pesado. Todo pareció inabarcable.
Y entonces un sonido me llevó de nuevo a mi infancia. Escuché los cencerros, aspiré el olor de los pastos y me sentí de nuevo una niña entre las vacas recostadas, bajo la luz de la tarde.
Alcé la vista y un gigante de piedra me sostuvo la mirada. Me hice tan pequeña. Sentí un escalofrío. Vi los últimos rayos de sol del día y avancé sin fijar mis pasos, tropezaba y me resistía a que me atrapara la noche, pero mis piernas eran pesadas y mis pasos torpes. Después... escuché voces y risas. Cada vez más cerca.
Vi luces, una cruz y arcos de piedra. Me recogió una mirada de reconocimiento, me sostuvo un abrazo. Vi a la misma mujer de antes, que sonriendo me ofrecía un caldo humeante. Sentí el calor. El calor del lugar en medio de la fría noche. Me sentí vista, acogida y en paz.
Supe que había llegado.
Esta mañana al levantarme cansada, como si no hubiera dormido nada, le he contado mi sueño a mi compañero. Y él me ha dicho: “¿Sabes?... Se parece mucho a vivir una ultra-trail”
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